Jaiku del mes

ISSA

De no estar tú,
demasiado enorme
sería el bosque

kimi nakute
makoto ni tadai no
kodachi kana

sábado, 9 de febrero de 2013

DESPERTAR TRISTE



Despertarse a punto de llorar era tristemente común. Tanto como ser abducida en los momentos triviales, siendo imposible recordarlos y sintiéndose arrojada bruscamente en los regresos a una selva inhóspita. Aquel martes María no fue consciente de sí hasta que se vio inmersa en una riada de gente que la arrastraba hasta la boca del hormiguero. Los golpes de los bolsos de poli-piel la atrincheraban en la esquina derecha de la escalera espacial mientras las voces, el calor y los vapores de pachuli eran las armas de una multitud de cabelleras despeinadas y grasientas. Cuando llegó al andén se descolgó el bolso, lo sujetó entre sus rodillas y se liberó del abrigo. “Han puesto la calefacción en lugar del aire” comentó una desconocida.   Quedaban ocho minutos para que viniese el siguiente tren. Al parecer, esa línea era la que peor funcionaba, según otra desconocida. Luego se recostó en las paredes redondeadas, en una postura que aunque incómoda, le aliviaba del peso de sí misma. Respiró hondo… y escuchó algo.  Primero le pareció el grito de uno de tantos bebés que son arrastrados hasta aquellas profundidades contaminadas cada amanecer. Pero el grito, agudo, corto y frágil se repitió de forma intermitente un par de ocasiones más y por ello  María dudó. Se acercó al borde del andén. El túnel era una especie de cauce seco, infectado. En lugar de un río,  un viento inerte le recorría de norte a sur, o de este a oeste… ¿Quién podía saberlo? En el suelo, un charco negro y grasiento era salpicado por gotas densas y sucias que de forma anárquica caían desde  el techo negro, filtrándose desde un estrato superior. Quién sabe qué habría en él. El Cielo se encontraba demasiado lejos de allí. María levantó la vista. Al principio no percibió nada, pero poco a poco su vista se adaptó a esa forma de oscuridad que supone la luz eléctrica y detecto un movimiento en lo alto. Era un animal oscuro que aleteaba casi golpeándose con el techo. Primeramente le pareció un murciélago desorientado pero, tras observar detenidamente, descubrió que era un pequeño gorrión que volaba a ras del techo del túnel piando sin cesar. Su piar seco era como una llamada angustiosa, como una súplica  de luz en un mundo soterrado donde no podía existir la vida. Cuando llegaba a un extremo del andén, allí donde comenzaba la oscuridad profunda del túnel, se sumergía en él unos instantes para luego volver  a salir asustado en dirección opuesta y  recorrer incansable la distancia que le separaba del otro extremo, de la siguiente oscuridad eterna y chirriante, en la que desaparecía para volver a aparecer de nuevo instantes después, con menos aliento y esperanza. Las alitas se movían con una rapidez tan frágil y delicada que daba la sensación de que, si se encontraban con el duro techo, se iban a resquebrajar como cristal. El pájaro volvió a invertir el sentido, aleteando torpemente, chocándose cada vez con más frecuencia contra aquel cielo de hormigón sucio y gris.  María no dijo nada. Se quedó allí clavada, girando la cabeza a un lado, luego al otro, incapaz de reaccionar.