Despertarse a
punto de llorar era tristemente común. Tanto como ser abducida en los momentos
triviales, siendo imposible recordarlos y sintiéndose arrojada bruscamente en
los regresos a una selva inhóspita. Aquel martes María no fue consciente de sí
hasta que se vio inmersa en una riada de gente que la arrastraba hasta la boca
del hormiguero. Los golpes de los bolsos de poli-piel la atrincheraban en la
esquina derecha de la escalera espacial mientras las voces, el calor y los
vapores de pachuli eran las armas de una multitud de cabelleras despeinadas y
grasientas. Cuando llegó al andén se descolgó el bolso, lo sujetó entre sus
rodillas y se liberó del abrigo. “Han puesto la calefacción en lugar del aire”
comentó una desconocida. Quedaban ocho
minutos para que viniese el siguiente tren. Al parecer, esa línea era la que
peor funcionaba, según otra desconocida. Luego se recostó en las paredes
redondeadas, en una postura que aunque incómoda, le aliviaba del peso de sí
misma. Respiró hondo… y escuchó algo.
Primero le pareció el grito de uno de tantos bebés que son arrastrados
hasta aquellas profundidades contaminadas cada amanecer. Pero el grito, agudo,
corto y frágil se repitió de forma intermitente un par de ocasiones más y por
ello María dudó. Se acercó al borde del
andén. El túnel era una especie de cauce seco, infectado. En lugar de un
río, un viento inerte le recorría de
norte a sur, o de este a oeste… ¿Quién podía saberlo? En el suelo, un charco
negro y grasiento era salpicado por gotas densas y sucias que de forma
anárquica caían desde el techo negro,
filtrándose desde un estrato superior. Quién sabe qué habría en él. El Cielo se
encontraba demasiado lejos de allí. María levantó la vista. Al principio no
percibió nada, pero poco a poco su vista se adaptó a esa forma de oscuridad que
supone la luz eléctrica y detecto un movimiento en lo alto. Era un animal
oscuro que aleteaba casi golpeándose con el techo. Primeramente le pareció un
murciélago desorientado pero, tras observar detenidamente, descubrió que era un
pequeño gorrión que volaba a ras del techo del túnel piando sin cesar. Su piar
seco era como una llamada angustiosa, como una súplica de luz en un mundo soterrado donde no podía existir
la vida. Cuando llegaba a un extremo del andén, allí donde comenzaba la oscuridad
profunda del túnel, se sumergía en él unos instantes para luego volver a salir asustado en dirección opuesta y recorrer incansable la distancia que le
separaba del otro extremo, de la siguiente oscuridad eterna y chirriante, en la
que desaparecía para volver a aparecer de nuevo instantes después, con menos
aliento y esperanza. Las alitas se movían con una rapidez tan frágil y delicada
que daba la sensación de que, si se encontraban con el duro techo, se iban a
resquebrajar como cristal. El pájaro volvió a invertir el sentido, aleteando
torpemente, chocándose cada vez con más frecuencia contra aquel cielo de
hormigón sucio y gris. María no dijo
nada. Se quedó allí clavada, girando la cabeza a un lado, luego al otro,
incapaz de reaccionar.