En nuestro día a día a veces nos cuesta hablar de lo profundo con nuestros allegados. Sí, hablamos de cosas importantes, por ejemplo, de como estamos ahora, pero no se hurga, por ejemplo, en el agrio recuerdo de cómo éramos y soñábamos ser al principio, y lo que esto desencadena. A menudo, aquello que nos quita el sueño esta atrapado en nuestras rígidas redes interiores. Pero ¿y si escapa? ¿Y si trepase hasta la garganta? Allí se acomodaría, impasible, frenando nuestra respiración.
Quizá la religión
hacía un papel social, porque ¿dónde iba a ir una mujer que residía en un
pueblo a descargarse de algo así si no al confesionario? ¿Al bar? ¿A
una vecina? ¿A sus familiares? Quizá ni el cura de su propio pueblo le inspirase
confianza, pero sí uno de los tantos que habría en la gran ciudad cercana. El cura anónimo era
entonces como el psicólogo ahora,
alguien que no te conoce de antes y que te escucha porque es su profesión. Pero
a veces se necesita el estar de igual a igual. A veces se trata de compartir.
Un perfecto desconocido al que no volverás a ver, te une
un instante de confianza transparente, y trágica. Por eso, dos
personas en un momento pueden intimar más que otras en toda su vida. Se confían
en un instante su debilidad, su secreto más blando y frágil, más íntimo y
vulnerable, dotando de suavidad y redondez a lo áspero y picudo según lo verbalizan. Y
cada uno sabe que su secreto está a buen recaudo, que quedará en el recuerdo de
ambos como un instante irreal, como un sueño.
Porque aunque se han intercambiado mutuamente las llaves, saben que nunca volverán
a encontrar la otra puerta.