Deseos secretos.
El primero de de mis deseos secretos era a la vez una convicción inconsciente:
Con veinte años creía que iba a ser joven para siempre.
Cuando caminaba por la calle una tarde de verano, o intentaba mantener mi espacio vital en el bus, miraba la gente de treinta, de cuarenta y de ochenta con la actitud desafiante de quien mira a otra raza distinta a la suya y sobre la que ejerce cierto poder.
Ellos eran cuarentones o cincuentones, del mismo modo que los perros son cánidos y los monos, simios.
Ya han pasado quince años y hoy siento dentro de mí que no he cambiado nada, pero hay dos cosas que me indican que sí.
La primera, cuando me miro al espejo y veo a una mujer.
Y la segunda:
Cuando para rememorar un suceso de mi juventud, tengo que bucear y con cierta dosis de asfixia atravesar mentalmente las gruesas capas de un denso líquido que protege, como una urna, la esencia (más o menos maquillada) de aquellos recuerdos.
Comparto la sensación... los espejos son amigos incómodos.
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