Los murmullos con que le daban la bienvenida, los taponazos de las botellas que descorchaban en su honor, todo aquello no era más que una mera sonoridad superficial, del mismo modo que los gestos con que él les correspondía eran las sombras exageradas (enfáticas, en la medida de que apenas significaban nada) de una especie de juego de ombres chinoises. Mentalmente, se proyectaba a sí mismo a lo largo de todo el día, pasando directamente por encima de una hilera erizada de cabezas rígidas, inconscientes, penetrando en la otra vida, la que le aguardaba, la que la verdadera; la vida que empezaba para él cuando entraba en el rincón feliz después de escuchar el chasquido que hacía el portón al cerrarse, algo tan fascinante como los lentos compases iniciales de una música sublime que suceden a golpe de batuta en el atril.
Siempre se quedaba escuchando el eco primero que levantaba la punta de su bastón al chocar contra el vetusto suelo de mármol del recibidor, grandes baldosas blancas y negras que recordaba haber admirado en su niñez y que _ahora se daba cuenta de ello_ habían contribuido a desarrollar tempranamente en él una concepción del estilo. Era el eco aquel, como un tañido de apagado vibrar que llegara de una campana lejana, que pendía quién sabe dónde, acaso en las profundidades de la casa, o en las del pasado, o en las de aquel otro mundo misterioso que él podría haber visto florecer de no haberlo _para bien o para mal_ abandonado.
Henry James El rincón feliz.
P.168 Antología del cuento norteamericano
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