Tenía ganas de pasar con mi tía un rato y con la excusa de su cumpleaños me dirigí hacia su casa. De camino pensé en regalarle un perfume pero me decidí por una planta. Prefería regalar vida.
-Se me va a morir –me dijo mi tía nada más verla. Y tenía razón. Todo se muere.
-Esto es casi imposible que se te muera. Es un árbol, un castaño.- Respondí con convicción, y decidí enseñársela antes de nada.
Apenas levantaba diez centímetros del tiesto. Su delicado tronco oscuro salía de una castaña rota que parecía la cáscara de un huevo que se había caído al suelo. Precisamente ese detalle, sumado a lo fácil que era cuidarla fue lo que me terminó de convencer. Porque al principio no quería comprarlo por ser transgénico. Dos meses antes había visto un documental que me resultó tan alarmante que cuando iba a la frutería miraba todas las etiquetas. Aunque en realidad no sirviese para nada porque un cultivo transgénico contamina todos los que tenga alrededor.
-Me tienes que explicar cómo cuidarlo
- Es fácil: le riegas tres veces al mes colocando un plato con agua debajo y dejando que beban las raíces durante una hora –dije parafraseando al florista- y mejor lo dejas dentro de casa. Es un castaño, pero está manipulado genéticamente para vivir en interior.
Estuvimos hablando de no darse por vencido, de la soledad, un amigo suyo que no había llegado a cura y se había casado, entonces pensé qué clase de amigos son esos y le pedí que me enseñase sus rosarios y terminamos hablando de la fe hay que tener según ella pero que de poco sirve. Al salir de su casa volví sobre mis pasos buscando una tienda de semillas que había dejado atrás cuando intentaba localizar, primero una floristería, y cuatro manzanas después una perfumería, papelería, o tienda de regalos. Una cosa me quedó clara: en Tetuán los establecimientos están enfocados a solventar una necesidad: comer barato, beber barato, vestirse barato … por eso estaban regentados por chinos.
A unos cincuenta metros en la acera de enfrente adiviné el letrero de venta de semillas. Era de madera verde y en letras ochenteras color naranja se leía Semillaland. Empujé la ligera puerta de madera y cristal y miré atrás extrañada de no ver rejas. Había un moderno cierre metálico también de madera verde, era como la de una el establecimiento era pequeño y oscuro. Había estantes metálicos en los que habían colocado unos cuantos botes de fertilizante con etiquetas escritas en inglés. Me preguntaron qué quería y empecé pidiendo semillas de tomate cherry pero obvie las últimas tres palabras al percatarme de que no estaba donde yo creía estar. Entonces me preguntaron si sabía que ahora no era tiempo de sembrar sino de recoger. Me despedí y cuando iba a salir por la misma puerta frágil de madera y cristal y a pasar bajo el moderno y caro cierre metálico el chico me llamó y me ofreció unas semillas nuevas que en apenas dos meses florecían. Le pregunté si eran transgénicas. Él me dijo que no, y yo, aunque no me lo terminé de creer, las compré.
A los dos meses probé sus resultados, y fueron tan mediocres que se me vino a lamente esa maravillosa poesía del Eclesiastés que dice algo como..
“Cada cosa bajo el cielo, tiene fijado su tiempo. Un tiempo para nacer, y un tiempo para perecer. Un tiempo para plantar, y un tiempo para recolectar”
“Cada cosa bajo el cielo, tiene fijado su tiempo. Un tiempo para nacer, y un tiempo para perecer. Un tiempo para plantar, y un tiempo para recolectar”
Y un tiempo para empezar, y otro para terminar:=)
No hay comentarios:
Publicar un comentario